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das Mystische 2.1

PLACERES DE LA VIDA

Por ahora, ésa es la caja negra.
Elizabeth Blackburn

Vomita Tisserand, Raphael Tisserand, dando tumbos ridículos en su ampliado (y renovado) campo de batalla. El Mersault del mundo informático, del mundo cibernético, lleva las cuentas de su felicidad en un cuaderno orgánico de tapas negras y anillas de oro podrido y oxidado. Así ve el mundo actual Tisserand, su propio mundo actual, mientras toma notas mentales del territorio homogéneo que cultiva y sobrelleva. “El liberalismo económico –afirma Tisserand- es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad”. ¿Acaso no disfruta con su trabajo, Raphael Tisserand, con su obligada y ascética abstinencia, con su magnífico sueldo, con su profunda depresión existencial?

A un paso de Ampliación del campo de batalla, la primera novela de Michel Houellebecq, justo en la estantería de los ejemplos, de las viejas demostraciones, Wittgenstein busca solución a sus problemas, en el juego literario de las biografías, en la biografía escrita y documentada por Ray Monk.

A partir de la página 323, la Unión Soviética se cruza en el camino de Ludwig: éste sueña con dejar de darle vueltas a la cabeza, con dejar de pensar. Wittgenstein alberga esperanzas de encontrar allí un trabajo manual, de compartir “con la tropa” una ocupación digna alejada del ambiente asfixiante del mundo académico. Wittgenstein sueña con escapar por la vía del trabajo, es algo que aconseja a menudo a muchos de sus discípulos.

En el caso de Drury, por ejemplo, esto funciona a la perfección: consigue trabajo en un proyecto con mineros en paro de Gales y acaba ejerciendo, como le aconseja Ludwig, la medicina. Pero en el caso de Francis Skinner las cosas se complican. Francis, un matemático excelente con un futuro prometedor, acaba trabajando de aprendiz en la Cambridge Instrument Company. En una ocasión le escribe a Ludwig: “Mi trabajo va bien. Trabajo con tornillos”. Y en otra, más adelante: “Mi trabajo sigue bien. Casi he llegado al final de la fabricación de tornillos. La semana pasada tuve que trabajarlos a mano, cosa que al principio fue difícil. Ahora los estoy bruñendo y niquelando”. No parece que Francis fuera muy feliz en el trabajo, refutando a aquellos que piensan, como Ludwig o Ian McEwan, que la liberación o el refugio que se encuentra en el trabajo no se celebra lo suficiente.

Al lado de la biografía de Monk, algo más a la derecha, una entrevista con Ian McEwan. Al parecer, en su casa, en la habitación de arriba, un tipo pinta las paredes experimentando, en palabras de McEwan, una “gran satisfacción con el trabajo y sus connotaciones de autoidentidad y estatus profesional”. No obstante, McEwan habita en un país civilizado, o en un país que supongo civilizado, y es posible que allí, como cuenta McEwan, las cosas sean diferentes. La liberación que describe McEwan parece en ocasiones la resurrección imposible de un muerto autómata: “Estar absorto en el trabajo –explica- es uno de los placeres de la vida. No se corresponde exactamente con la felicidad, puesto que en ese momento ni siquiera sabes que existes y, sólo cuando terminas la tarea, saboreas esa libertad”.

El informático salido y el comunista lógico. El fabricante de tornillos y el muerto autómata. Como en la escena repetida, una y mil veces, de la serie de televisión Camera Café, uno se pregunta: ¿Es que no hay nadie normal en esta oficina?

Ni siquiera para Vicente Verdú, a pesar de su nueva visión del mundo, más optimista, el problema parece resuelto. De acuerdo, vivimos en un contexto que no es tan terrible como a veces solemos imaginar, Internet tiene sus ventajas; pero hay algo que, se quiera o no se quiera, todavía funciona de mierda. Verdú se pregunta: “¿Cómo aceptar todavía hoy que el trabajo continúe siendo un castigo, una condena fatal y, de otro lado, el tiempo libre se alce aún como la bíblica metáfora del más allá? ¿Cómo no haber superado el orden primitivo para instaurar un sistema en donde ocio y laboriosidad formen una continuidad de profundidad indistinguible cuyas emociones sean tan compatibles como intercambiables, proveedoras de peripecias surtidas y no sólo representativas del bien y el mal?” Y concluye: “Si, a estas alturas, como se constata masivamente, el bien se encuentra separado del trabajo ¿no se habrá dado por buena una brumadora victoria del mal?”.

Cuando me miro en el espejo, veo a un hombre más cansado, envejecido y seco, que lucha contra las heridas del estrés y contra el tiempo vacío y muerto. Mi ADN está tan castigado que ha envejecido mucho más veloz que mi edad cronológica real. El estrés altera la genética de células y tejidos y dibuja en el espejo el rostro insufrible de un desconocido. ¡Joder, qué tipo más feo, asquerosamente feo, estúpidamente feo! Pero, ¿es que no hay nadie normal en esta oficina?

3 comentarios

pini -

querido enrique, a veces no es el espejo, si la forma en la que nos miramos.
hacelo con ganas.
con cara de ganador.
mirà,mirà, cómo cambia la cosa.
yo no me veo mal.
y vos estàs guapísimo.
basta de autocrítica.

Enrique -

Está bien, pini. Cambiaré el espejo. O mejor: cambiaremos el espejo, los dos, ¿de acuerdo?

pini -

y yo? estoy dibujada?
què hago?
me cambio el peinado?
me acorto la falda?
me bajo los tacos?
me descalzo?
me despinto? o me retoco la pintura?

enrique, cambià el espejo y dejate de joder -en el sentido argentino del tèrmino, of course. (lo digo con todo el respeto de secretaria, que yo me miro, y para mi distorsiona. en la realidad, no soy asì, y puedo emular una pasarela con este escritorio si me sacas los libros, sí, esos de verdù y cia. ).